Me quedó por siempre la clara impresión de la pulpería de don Eugenio Montilla, en la hermosa y vieja casa de El Alto, un lugar convergente y de encrucijada que ayer era camino para los que viajaban entre los vecindarios de La Loma, El Pie, La Laguneta y Santa Marta, en las cercanías de Santa Ana de Trujillo, y allí se detenían a platicar, a cerciorarse de los múltiples acontecimientos en diez leguas, o aún más, a la redonda; a averiguar el precio del quintal de café, o del litro de aguardiente patentado, que a veces, o casi siempre, se quedaba en el armario de rústica madera, porque el aguardiente zanjoreno –sin licencia- era no sólo más barato sino que hasta más bueno, cuando en realidad era más perjudicial al organismo, especialmente por los residuos de óxido de hierro que contiene, proveniente de los aparatos de destilación clandestina.
Allí se concentraba gente de todas partes, pues además el lugar tiene paisajes extraordinarios para otear los lejanos llanos de Monay, por el oeste, o los fértiles barbechos en la verde policromía de los distantes contornos de Carache.
En las tardes de los días de labor o durante sábados y domingos los hombres entraban al negocio a beber un buen trago o a oir al músico de la guitarra ancestral que interpretaba viejos cantos y aún canciones más recientes entonces. Cuando este se cansaba el pulpero activaba la vitrola de manigueta y la voz de Gardel, Caruzzo, Rodolfo Valentino, o cualquier maestro del cantejondo, de la polka, de la mazurca o del fox trox, contagiaba de más alegría el ambiente.
Algunos comentaban los acontecimientos más recientes en campos, conucos y barbechos; otros apostaban y se divertían en un juego en donde privaba la suerte, la agilidad del lanzador, y que la pesada bola de madera tocara, a más de veinte metros de distancia, algunos de los tres trozos también de madera denominados cheques con valores de 5, 7 y 12 puntos, pero si se lograba no sólo tumbar alguno de ellos sino impulsarlo por encima del matacho, un grueso tronco ubicado horizontalmente más atrás , entonces los valores se duplicaban a 10, 14 o “echar la mocha” que significaba 24 tantos.
Esto también daba oportunidad a las jugadas. Matipongo, por ejemplo, cuando el lanzador mantenía los puntos del lanzamiento para la apuesta siguiente en que rival jugar jugaría para superarlo si llevaba algo, o aún si no había hecho nada, lo que significaba que la pesada esfera había pasado en medio de dos de los trozos o cheques que, por cierto cuando los derribaba algún jugador, los colocaba de nuevo el garitero, un muchacho que tenía además que devolver el objeto rodante hacia el otro extremo, la salida, en donde pegada al piso de tierra había una tabla de casi dos metros de largo por veinte o treinta centímetros de ancho, por donde el jugador, obligatoriamente, tenía que hacer pasar la bola que iniciaba el recorrido, para que tomara impulso, lo que no sucedía si tocaba de impronto la tierra. Antes los apostadores se han movilizado, sacan monedas y las dispersan por el suelo. Entre las apuestas existe: Voy atrás y Suelto que es cuando el jugador puede recorrer hasta tres metros o más tomando impulso, pues lo contrario es con raya, limite sin salirse del terminal de la tabla hasta donde avanzar de prisa atendiendo siempre las recomendaciones del coime o director de las jugadas, y quien tenía el deber de garantizar el pago de las apuestas, por lo cual cobraba un porcentaje al ganador de acuerdo con el montante de las mismas.
Hubo jugadores tan extraordinarios como Nicolás Mejías quien era obligado a participar con un brazo amarrado y con la raya a corta distancia. Tenía una precisión imponderable (1).
Otro pormenor en esta pulpería era la gallera, donde las peleas de gallos enardecían los ánimos y las apuestas se hacían en pesos –cuatro bolívares cada uno- o en cuentas, calculando doce bolívares cada una de estas, por lo que se solía decir que apostar a la mitad de cuenta era dar doce bolívares por seis, y así sucesivamente. También se hacían con el fuerte –los cinco bolívares- y se oía decir, si el animal del voceador iba ganando, fuertes a bolívar, fuertes a real, fuertes medio, y hasta surgía lo inconcebible, fuerte a locha. En este caso el gallo del que hacía la oferta prácticamente ya había ganado y el del contrario se encontraba muy mal herido o muerto.
En la oportunidad en que terminaba cada desafío seguía el gran baile que habría de durar desde la noche del sábado, todo el domingo, y hasta bien entrada la tarde del lunes en algunas oportunidades. Pero esta diversión no interfería la otra, ni le menguaba importancia, pues entre pelea y pelea que siempre había una demora considerable para casar la pareja de animales contendores, amolarles las espuelas, carearlos, etc., uno que otro de los apostadores pasaba al salón “a mover el esqueleto”, como comúnmente se les oía decir.
En los alrededores de la pulpería merodeaban, al margen del negocio y de su dueño, los jugadores de dados: el que hacía un par de seis (dos senas) de cinco o de tres ganaba inmediatamente sin necesidad de lanzar el contario, pero si al vaciar el cubilete de cuero, le salía par de uno, de dos o de cuatro, perdía automáticamente. Los demás números no importaban, el meollo era ganar o perder, aunque privaba la mayor cobertura de suerte: par de seis mataba par de cincos y este al par de tres.
En las cercanías también había los pequeños vendedores que no tenían nada que ver con la pulpería, pero que necesitaban el visto bueno del pulpero para estas actividades; llevaban en bandejas, cestas o canastos, empanadas de carne o de caraotas, que los clientes consumían con el ají en leche que el vendedor cargaba en una botella; tortas de hígado de cerdo o de ajonjolí –planta de semilla oleaginosa que se usa como acompañamiento del pan y la arepa, respectivamente- conservas de coco, de cidra o toronja, de leche, hechas de papelón mezclado a altas temperaturas con el coco molido o con la toronja rallada. Para elaborarlas, las mujeres hervían para volver miel el papelón, luego le revolvían el aditivo, se mezclaba por algunos minutos con la paleta o paletón de madera y cuando la masa llegaba a punto, se vaciaba sobre una superficie plana, preferentemente una mesa, se aplanaba hasta adelgazarla a un espesor de seis u ocho milímetros, se fraccionaba con un cuchillo en porciones más o menos de cinco centímetros cuadrados. También ofrecían aliados, una golosina delicada, mezcla de azúcar con gelatina animal que se elabora en afanosa actividad para lograr un manjar exquisito.
En la pulpería de don Eugenio Montilla, había de todo: enlatados, pescado salado, carne seca, algunos medicamentos como Pildoras Ross, Sal de Fruta Enno, menjurjes para aliviar el dolor de muelas, parche poroso para curar los lumbagos y algunas otras dolencias, vermífugos para los parásitos, cuadernos y algunos libros de enseñanza elemental, especialmente de Urbanidad de Carreño y obras de Alejandro Dumas, de Salgari, de Zorrilla, de Campoamor, de Rubén Darío, de Amado Nervo y de Alfonsina Storni.
Las botellas con aguardiente en los tramos respectivamente nos llamaban la atención por aquello de lo que contenían dentro: ramas, raíces o frutas, lo que imponíale al trago sabores agradables y variados. Algunos pedían el palo de miche con ajenjo, o con frutilla, poleo, jengibre, perejil, berros, yerbabuena, eucalipto y malojillo, y para las damas, si alguna se atrevía a tanto un palo de miche con miel de abeja. Mas no faltaba el que prefería el guarapo fuerte elaborado con concha de piña fermentada, o la chicha que es cuanto nos sigue acercando al ancestro casi perdido cuando nos miramos en el espejo del lejano timoto-cuicas. Se expendía a la vez cerveza blanca o cerveza negra, llamada esta maltina y dizque con propiedades reconstituyentes y afrodisíacas, vino tinto por vasos, que venía en garrafas forradas de mimbre hermosamente tejido, o en damesanas que el pulpero colocaba sobre una base denominada rodete que elaboraban las mujeres con cascarón de tallo seco de cambur.
En otro sector del armario se colocaban los batidos, que son parecidos a los alfondoques, elaborados en los trapiches con miel de la caña cuando se solidifica suavizada con leche, anis en grano y ralladura de limón, con una contextura más blanda que la de la panela (2). Se saboreaba como golosina y había quienes lo masticaban bebiendo a la vez el bolón o café colocado, fuerte, sin azúcar, también denominado cerrero; otros lo comían con queso y algún pedazo de arepa recién desmontada del budare, plato liso de hierro o barro donde se asaba este sabroso pan de maíz.
Al lado del batido estaba el papelón, el muy fino era de un color amarillo claro y el más tosco, negruzco; pesaba más o menos una libra y media diez por trece centímetros. Atraía a las abejas a las que nadie molestaba y las que tampoco a nadie atacaban.
Otros productos de este ramo eran las ya referidas conservas de coco, etc., y la melcocha, fabricada de papelón cristalizado, después de hacerlo hervir para formar la miel y cuando esta llegaba a punto se echaba en la piedra de reposo para que manos femeninas la tomasen en las manos para batirla, estirándola, hasta que tomaba un color amarillo crema y entonces se elaborada en entorchados. No faltaban los caramelos, sin posible imitación, que fabricaba el hacendoso Ramón Lameda, pues ni en el pueblo, ni en el Estado, nadie ha podido darle el temple, la exacta fragilidad y el sabor a esos dulces de veinte centímetros de largo por una cuarta de pulgada de diámetro, que solamente en Santa Ana de Trujillo se saborean como manjar de príncipes.
Más arriba, en otro tramo estaban los enlatados: Salmoneta, Salmón, Sardinas Curberas, encurtidos, alguna que otra cajeta o “recipientes para el chimó, que eran labrados con parte de un cuerno, en forma redonda o rectangular, y si eran cónicas las llamaban cóngolos” (3).
En el departamento del armario correspondiente al queso, había arepas recién hechas, panes frescos, bizcochos, acemas, cucas, que no de otro nombre se les conocía, aunque después las identificaban como paledonias. Estos gratísimos bocados eran el amasijo “nombre genérico para las preparaciones de diferentes especies de panes” (4), aunque se excluía de este género el majarete, una mazamorra solidificada que se vendía en pedazos y que llevaba por encima canela molida, o coco rallado.
El armario, tenia forma anaquelada en esta pulpería de don Eugenio Montilla, mientras que el mostrador era como una L invertida, con una compuerta que se abría hacia afuera y otra que se levantaba. En él se colocaban, a veces, latas de kerosene, algún saco lleno de sal en gránulos, machetes cola ‘e’ gallo, aperos con esribos, arzón y sudadero, que es lo que lleva la bestia debajo de la silla de montar o de la jamuga si eran para las de carga, a fin de evitarles lesiones en el lomo.
Entre las pesas sobresalía el medio almud, igual a un palito; con nueve kilos y doscientos gramos, la cuartilla y el cotejo, divisiones de la anterior. Por cierto que en ese aspecto jugaba un determinante papel la romana, “instrumento propio para pesar, compuesto de una palanca de primer grado de brazos muy desiguales, con el riel sobre el punto de apoyo y un pilón que se hace correr a lo largo del brazo mayor, donde se halla trazada la escala de los pesos hasta equilibrar el del cuerpo que se pesa, el cual se coloca en el extremo del brazo menor”. Lo más significativo de todo era el grueso cabestro de cocuiza, asido a una gruesa aldaba, siempre bamboleándose, del cual se colgaba aquella cuando se procedía a alguna operación respectiva.
Pero volvamos a nuestro inventario de la pulpería de don Eugenio Montilla, en donde había hasta “agua florida” y mota o magnolia, marca Sonrisa, polvos para el acicalamiento de damas. Al lado de los tabacos, los cigarrillos Casino, Bandera Roja, Capitolio, y York, y también Chamarretas, esas cobijas, especie de ponchos o ruanas andinas, con una abertura en todo el centro, por donde se introduce la cabeza y sirve de abrigo; eran de densa lanza y de dos colores apersogados: por un lado rojo y por el otro azul o negro.
Las pilas Everedy que se distinguían por un gatico negro como emblema no faltaban para la linterna que llamaban foco y se llevaba en un bolsillo trasero del pantalón. No faltaban tampoco las cajas de fósforos, que contenían cuarenta cada una, hechos de madera, las cuales en la parte superior obstentaban impresa de estatua del Libertador, de Talodini, que está en la Plaza Bolívar de Caracas y que por cierto en esos años de mi infancia, convocó a algún poeta burlón a escribir esta estrofa:
Si Bolívar existiera
no vendieran su retrato
en un precio tan barato
como está en la Fosforera;
lo venden como cualquiera
cupón de los cigarrillos.
Lo venden por un cuartillo
a un hombre de tanta fama!...
Y si alguno lo reclama
preso va para un Castillo.
No podía prescindirse allí de la venta del chimó, esa “pasta de tabaco y urao que mastican los campesinos. Una bola de mó, piden para comprarlo en las pulperías. Se vende en “bojotes” de a cuartillo, envuelto en hojas secas de maíz o de cambur. El consumidor refinado usa las cajetas y los cóngolos que son recipientes fabricados en cacho, y para tomarlo usan las pajuelas, especie de cucharilla de madera. El chimó Caribe y el Vencedor tenían un índice mucho mayor de tabaco, y el primero, disuelto en agua de cal, se usaba como insecticida para el cuidado de las plantas domésticas” (5).
Mas en un cuarto posterior de la pulpería –había dos o tres- don Eugenio Montilla tenía sus privacidades: una damesana verde ambar con miche mezclado con pequeños duraznos, otras frutillas y hasta hojas de laurel; un largo mandador o látigo, palo de madera fuerte, “con una cabulla o trozo de cuero atado en la punta” y el cual se usaba para arrear las bestias de carga, pegándoles en las ancas o haciéndolo crujir en el aire para que produjera un sonido estridente; una bolsa de fique con menudo o monedas de un centavo, una locha, medios y reales de plata; petacas o cestas tejidas de carrucillo, de cogollo o de palma moriche, o de cascarón de cambur; huevos, verduras, legumbres, los sombreros de cogollo, las cotizas o alpargatas de suela o de cocuiza y más tarde de caucho de neumático y de hilo tejido en vivos colores la capellada y la talonera; los cabestros o cabestros de cocuiza, la loza criolla en una artesanía nítida y hasta preciosa que traían de La Becerrera, al otro lado y muy arriba de la Quebrada de Santa Ana, las velas de sebo junto a las velas esteáricas, estas de a dos, de a cuatro y hasta de a ocho por paquete; el jabón de la tierra envuelto en cascarón; las cuajadas o suaves quesos caseros de a ocho por paquete, el salón o carne de chivo, seca y muy salada, y los jabones patentados: Las Llaves para lavar la ropa y cualquier tiesto y el Reuter, con muchas palabras francesas, para dejar fragancia en las manos o en todo el cuerpo.
Y la cola de pegar con aquel olor penetrante y agradable que seguía impregnado por días y semanas en las sillas y mesas que con ella pegada las partes el viejo carpintero Rafael Castellanos, el abuelo, quien gozaba siempre en cualquier pulpería del pueblo, el sabor de la orchata de ajonjolí.
Además no faltaba el almanaque de pliego, llamado de Rojas Hermanos, las esteras tejidas de nervio o vena de hoja de plátano o cambur, con uniones de hilo o de cabulla, el colchón de la generalidad; los manares de arnear o “cestas redondas y planas de base trenzada y de aro circular fuertemente anudado. Su destino era airear o ventear los granos, de modo especial el café” (6), como bien lo describe esa notable investigadora del folklore andino que es Lourdes Dubuc de Isea. O también los joros para recoger el fruto del cafeto y que el peón se amarraba a la cintura para ir llenándolo.
Otros detalles podían ser la venta de clavos de hierro o acero, puntas de arados, botones de hueso y de nacar, broches de presión, dulce de higos en la respectiva dulcera, estampitas de Santos, vasos y jarras de peltre, poncheras, platos de loza de artesanía campesina; el fafoy o ramillón que era un pequeño envase en la punta de una vara de unos cuarenta centímetros de largo que tenía puyas alrededor y con el cual se sacaba el agua de la tinaja para ser servida en vasos, etc. Esas puyas eran para evitar que alguna persona bebiera en él y así el precioso líquido se baboseara.
En el recuerdo, ahora, al lado de ese coloso que era don Eugenio Montilla, brillaba, como siempre brilló, la estirpe de la noble dulce dama que fue la mujer del pulpero: Felipa Cáceres que, de hijos de aquel hombre imponente por sus aristas de cultura en su afanar de campesino, tiene hoy descendencia que ahora el gentilicio de entrambos.
Pero aún más. Cuando el pulpero don Eugenio Montilla, le descontaba instantes a sus movimientos natos, en la compra y venta de los productos de su incumbencia, sin descuidar la ñapa al niño campesino que lo miraba sin mendigar dádiva alguna, o cuando en el frutero tenía que poner un grano de maíz por cada bolívar que algún cliente le compraba y que con el tiempo tendría que pagarle un centavo por cada veinte granos, repito, don Eugenio Montilla, tenía tiempo, espacio vital y jerarquía de maestro de escuela, para decirle a cualquier muchacho que iba a su pulpería el arte de sumar y de multiplicar, todo esto en aras de la bondad y de la dulzura, porque si también le enseñaba el de restar y de dividir, sólo lo hacía, en estos dos últimos casos, estrictamente dentro de las reglas matemáticas. En las dos primeras circunstancias hablaba siempre, a voz tendida de hombre de mucho valor y mucha hombría, de sumar y multiplicar, jamás de restar y dividir.
Bien, al fín su pulpería, ha vuelto a crecer en mi memoria. El murió ya. Felipa, su gran compañera también; sus hijos, la mayoría mujeres, caminan por otros senderos de docencia y de espiritualidad.
Era la pulpería de don Eugenio Montilla en 1931, año en que yo nací, porque así la describe mi padre, don Efigenio Castellanos, nada distinta a la que conocí siete años después hasta 1945 cuando la ví por última vez. Pero no he tocado el asunto mismo del medio geográfico y lo arquitectónico. La casa de la pulpería era –aun existe profundamente deteriorada- de teja, paredes de tierra pisada de seis metros de altura hasta la división de madera que separa la construcción de un especie de depósito que se denomina la troja, y para la cual se podía entrar subiendo una larga escalera que colocaban para el caso por afuera de la pulpería, es decir, por el corredor. Se abría arriba una pequeña puerta y allí encontrábamos sobre el piso de madera fuerte, sacos de maíz, de café, bultos de papelón, que permanecían brevemente en este depósito porque el frío aflojaba las panelas y estas se revenían o se amelcochaban, o mejor, perdián la consistencia, la dureza. De vez en cuando servía de almacén de racimos de cambur y hasta de café en concha que se guardaba en espera del sol para secarlo.
La casa era inmensa. Todavía lo puede ser. Dos puertas altas de resistente madera, dan al oeste, hacia los sitios de El Pie y El Zamurito, pero nunca las ví abiertas. La brisa muy fría que sube de la hondonada pega allí, como una bofetada. Otra puerta, hacía el sur, con vista también al camino que sube, era la de entrada. Detrás había un cuarto de almacenamiento, más allá otro de mayor intimidad y seguidamente otro similar, entre ambos dormitorios. La cocina estaba -como aún está- separada del resto de la construcción por un angosto callejón de un metro de ancho, o algo más, con su salida hacía un patio, no muy lejano de la gallera, y de donde parte el angosto camino hasta el lejano lugar desde donde se traía el agua a hombro de peones, mujeres y muchachos, más o menos a tres o cuatro kilómetros.
Sigo siendo el campesino que amó la pulpería de don Eugenio Montilla. Ya con más de cincuenta años encima establezco un negocio en Caracas: La Gran Pulpería de Libros Venezolanos. Vendo solamente cosas del papel: documentos, estampas, libros, folletos periódicos, hojas sueltas, panfletos. Pero es, en el recuerdo, lo que de muchacho soñé al lado de ese gran señor que fue Eugenio Montilla, ser como él: independiente, dueño de la pulpería y útil a muchos. Útil. Sin pedir nada. Con tal razón sublime comienza esta Historia de la Pulpería en Venezuela.
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1.- PÉREZ MATERAN, Antonio. Entre riscos y neblinas. Caracas, 1985, (inédito), p. 20-21
2.-DUBUC DE ISEA, Lourdes. Romería por el folklore boconés. p. 319
3.- Idem, p. 321
4.- Idem, p. 316
5.- Idem, p. 329
6.- Idem, p. 113-114
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Rafael Ramón Castellanos
HISTORIA DE LA PULPERÍA EN VENEZUELA
Editorial CABILDO C.A.
Caracas, 1989
ISBN: 9803002325
p. 9-18